En el Monte Ararat, en la pureza de sus nieves perpetuas, allí estamos a salvo de cualquier Diluvio, mi niño, mi dulce dulce niño. Allí puedes hacerme espiritualmente tuya, hasta el día en que, tal vez, habrías de hacerlo sobre la piel blanca como la nieve, el pelo negro como el ébano y los labios rojos como la sangre que habría de ser derramada sobre el manto blanco y puro de quien mordió la manzana. No la manzana de Eva. No la manzana de la madrastra. La manzana del AMOR.
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